Esta celebración es una de las festividades más importantes que los mexicanos solemos realizar para honrar a nuestros antepasados (los Mayas y Aztecas), ancestros y parientes difuntos, además de permitirnos reflexionar sobre el sentido de la vida y de la muerte, de acuerdo a las distintas cosmovisiones filosóficas y religiosas que entienden a la muerte física como un proceso de renovación espiritual y personal.
En el año 2008 la UNESCO declaró al Día de Muertos como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad de México, dado que somos una de las pocas comunidades que se permite estrechar una relación fraternal con la muerte para recordar a los antepasados por medio de ofrendas, bailes y ceremonias, a diferencia de las comunidades iberoamericanas y países católicos que celebran el Día de Todos los Santos.
Por muchos años, distintas culturas nativas y centroamericanas le concebían a la muerte un aspecto mundano muy fundamental como forma de recordar las huellas del pasado lejano. Para ello, se valían de toda una serie de ritos y tradiciones para venerarla, honrarla e incluso burlarse de ella de manera amistosa. Uno de los principales aspectos que conforman nuestra identidad nacional es la concepción que tenemos sobre la vida y la muerte. No como algo malo, sino como una bendición. No como algo triste, sino como un milagro.
En ese sentido, desde el punto de vista conceptual, la muerte implica un cierre de ciclos, que nos puede incentivar a reflexionar sobre la estructura del concepto y aplicarla a nuestra vida cotidiana, es decir, dejar morir una parte de nosotros (miedos, inseguridades, comportamientos dañinos, etc.) para permitirnos renacer en una nueva forma de existencia que nos lleve a convertirnos en una nueva versión de nosotros mismos en sintonía con nuestra misión espiritual.